Hace unos días salió publicada en primera página del periódico El Tiempo, la imagen del Papa Benedicto XVI llegando al Reino Unido, en la cual aparece su rostro cubierto por la manta de su vestido. El aire…, el viento, en un momento dado sopló y levantó la manta cubriéndolo y dejando un instante mínimo para que las lentes de todos los fotógrafos alrededor pudiesen capturar dicha imagen. Una imagen, si se quiere clasificar, normal, casual. El viento sopla y nunca ha dejado de soplar, pero particularmente en este caso, no es la primera vez que el viento sopla sobre el Papa. Desde que el Papa Juan Pablo II murió y mientras su funeral (abril 8 de 2005), los vientos le jugaron una mala pasada a todos los cardenales que estaban sentados durante la ceremonia. Desde ese instante, nadie podría suponer que el asunto del viento iba a ser protagonista del papado de Benedicto XVI. 
Desde hace unos buenos años, se han venido sacando a la luz pública casos evidentes acerca de uno de los problemas más grandes que ha afrontado la iglesia católica: la pederastia. Ya se venía rumorando que algunos miembros de la iglesia se habían dejado tentar por “el diablo” y habían caído en las garras del deseo de la “carne”. También se rumoraba que algunos tenían doble vida: una como curas y otra como padres de familia, lo cual causaba cierta consternación entre las facciones más conservadoras de los países católicos de occidente. Lo que nunca se llegó siquiera a contemplar como posibilidad era el rumor de que muchos de estos promotores de la ética mundial, pasaban sus ratos libres abusando de la inocencia de miles de muchachitos convirtiéndolos en esclavos de sus inclinaciones reprimidas. Se oía aquello…., se cuestionaba aquello…, pero casi nunca se tomó en serio porque de alguna manera lo que se leía entre líneas era más un deseo de los liberales de atacar y de hundir la iglesia que de esclarecer una realidad. Nunca nos imaginamos que el clero escondía sus fechorías comprando juicios, pagando grandes sumas de dinero en conciliaciones con los afectados, trasladando a los victimarios a parroquias alejadas, y moviendo una que otra ficha política para evitar el escándalo. Esto se hizo bajo nuestra incrédula mirada durante años, hasta que la multiplicación de los casos hizo que se reventara la burbuja turbia que cubría a la iglesia. Muchos millones de dólares después, la organización eclesiástica tuvo que afrontar pública y penalmente la multiplicación de demandas de pederastia contra sus miembros.
No es que estos problemas se hayan presentado durante el pontificado de Benedicto XVI, sino que es él quien los hereda del anterior (Juan Pablo II), como quien hereda una deuda impagable. Es en definitiva a él a quien le toca poner la cara frente a las demandas, y frente a una pregunta que asalta al mundo entero sobre la necesidad de continuar alegando el celibato como una condición para ejercer las funciones de ministro de la iglesia católica. ¿Qué necesidad hay de mantener este celibato? Es urgente en estos días promover la idea de que el sexo es una fuente vital en el ser humano. O, ¿hasta dónde hemos llegado, qué límites hemos tocado, para encontrarnos hoy día ya no con curas padres y amantes sino con curas pederastas? Decía que era al Papa Benedicto XVI a quien le ha tocado poner la cara por todo lo que ha venido pasando, pero su actitud ha sido demasiado benevolente y hasta convenientemente ausente. Por ello, la imagen del Papa en la cual su rostro es invisible, es inaccesible, en el cual se oculta toda una verdad inocultable no puede ser más simbólica. Es una imagen sobre la cual vale la pena entender lo lejos que ha llegado la estructura de la iglesia con respecto a sí misma, a sus miembros. El viento ha sido, en estos casos, tan incisivo en tapar el rostro del sumo pontífice, que bien podríamos suponer que la vergüenza que tanto debería tener la iglesia, el viento se la pone de manifiesto. El viento nos muestra la actitud que el Papa ha tenido frente a las gruesas demandas que le llueven a la iglesia. El Papa no ve ni se deja ver, y el viento… tan invisible, hace que el gesto del Papa sea el mismo que se ve en todas las personas que deben una explicación a la justicia. Quien pudiera creer que el viento fuera tan irónico.

Hay, entre todas estas imágenes que destellan osadía y cuestionamientos, unas pequeñas urnas con unos dibujitos destacados de las baldosas informes que se hacen en el piso salado de Uyuni. Estos dibujos se han troquelado para que queden solamente las líneas vacías atadas unas con otras manifestándose en su fragilidad como agentes de cohesión. Seguramente, lo más interesante de dichos dibujitos troquelados no es solamente su tamaño vaporoso, sino el pliegue que se forma en cada urna transparente. La luz incide sobre ellos de tal forma que no solamente proyecta la sombra esquiva de sus enlaces, sino que se entremezclan con ella las sombras de los bordes del contenedor. Dado que hay varios focos de luz, dicho protagonismo de la sombra se realza a tal punto que vemos sombras de contenedores tratando de atrapar sombras de contenidos que a su vez están hechos de vacíos o espectros de la naturaleza. La urna se despliega mil veces haciendo relevante el vacío que contiene. Es decir la urna contiene en sí misma, con sus sombras y sus pliegues y sus transparencias: la nada. Una nada arrugada, sencilla, casi que angustiantemente milenaria porque sitúa el cuerpo como reflejo de ella. Esa ha sido la apuesta de López en esta exposición que vale la pena visitar no para verla sino para verse en ella y a través de ella... y de paso, para preguntarse, qué es lo que en este campo de percepción no estamos viendo.