Cuando se entra a la sala de la Galería El Museo de Bogotá, vemos una suerte de instalación que fácilmente podría confundirse, por la forma como se muestran los muñecos, a una estantería de almacén o a un coro ordenado de niños. Son varios niveles que ayudan a hacer visibles cada uno de estos muñecos cuyas estaturas son de alrededor de 50 a 70 centímetros y cuyos trajes y diferencias entre unos y otros hacen que veamos diversas personalidades infantiles. Al momento del contacto visual con la obra, la escena resulta sobrecogedora hasta el punto en que decidimos quedarnos frente a estos muñecos/niños y verlos a distancia. ¿Será conveniente en este momento decir que lo que estamos percibiendo es cómo estos niños nos miran? Nos quedamos quietos porque de alguna manera en ese instante en que los vemos, nos damos cuenta de que ellos también nos están mirando, y que en definitiva, de acuerdo a esta disposición espacial, somos la obra o copartícipes de ella. El espectador, busca la forma de definir su mirada en la obra y en este caso resulta ambigua porque ella no se define a sí misma sino que deambula entre la propiedad física del sujeto que mira. Propongamos entonces que en ella vemos algo similar a lo que puede está sucediendo con “Las Meninas” de Velásquez, donde llega el momento en el que terminamos cediendo ante la idea de que quienes están pintados en el lienzo son los espectadores de este gran teatro del cual nosotros los supuestos espectadores somos parte fundamental. Nosotros nos estamos viendo a través de ellos de la misma forma como nos vemos a través de los muñecos de la artista venezolana Mariana Monteagudo.
Pero, sigamos el recorrido. Una vez nos vemos en ellos, una vez percibimos sus miradas punzantes que retornan a nuestros ojos, empezamos a transitar por entre los niveles de esta instalación evitando la frontalidad penetrante de sus/mis miradas, y descubriendo en ellos una labor de tierra, de greda cocida, de hornos y esmaltes y pinturas y olores y trajes y tocados y tantas cosas que se entrelazan en cada uno de ellos destacando no solamente una diversidad en ellos sino también una historia de vida registrada en la delicadeza de su manualidad. Son manuales, son tierra y son palpables en la calidez de sus tratamientos. He ahí el contraste que se empieza a destacar en la obra de Monteagudo: son tan delicados y tan finamente tratados que resulta sorpresivo que se encuentre en ellos una desbordante violencia interior. Parecieran que hubiesen salido de un mar de pesadillas y no de sueños infantiles que apaciguan el alma. Fetiches de vudú, muñecos sensibles con alma de Chuky, que te miran y te siguen con la mirada aún estando detrás de ellos o dándoles la espalda. Monteagudo logra en ellos darles la vida en el fuego interior con el que fueron cocinados y así se quedan o se quedarán por siempre. Mirándonos y sacándonos a nosotros las miradas más perversas dentro de una ambiente de cordialidad y de aparente calma.
Veamos un referente similar en cuanto al recurso malévolo del muñeco obra de Tony Ousler “Talking Head / Pain” o “Selfportrait in Yellow”. La imagen proyectada sobre el muñeco es una imagen aparentemente sencilla, sin embargo, la desproporción que se logra se debe a la superficie abultada sobre la que se proyecta una imagen sencilla. Dicha desproporción hace que la imagen se deforme y que al hablarnos se convierta en un muñeco diabólico con superpoderes o al menos con gran capacidad de hacer daño a pesar de su aparente fragilidad.
Son entonces, estos contrastes de fragilidad y violencia, y de mirar y ser observados los que me interesa destacar en la visita que se hizo hace algunos meses sobre la obra de Monteagudo. Pueda ser que en ambos contrastes veamos la dualidad a la que permanentemente estamos confrontados como seres humanos y que los muñecos se conviertan en ese espejo del gran peso oscuro que cargamos por dentro.
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